(Esta canción puedes oírla al final o mientras lees esto, Coldplay es alegría hecha música, disfrútala)
Yo creí que la conciencia era la llave de todas las cosas. La conciencia, o consciencia, o más precisamente autoconciencia. El darse cuenta de sí, poder verse, observarse, interrogarse, tener presencia de uno, distinguirse de todo lo demás.
Porque me parecía que la grandeza del hombre era esa, su capacidad de poder distinguirse del resto. Que éramos como luciérnagas que eran capaces de ver su brillo y extasiarse. El pensamiento, la creatividad, el arte, todo formas de conciencia para estar en sí y sentirse.
Verdaderamente la conciencia requiere un trabajo, en su sentido profundo y amplio, no es algo en lo que avance todo el mundo. A menudo, los seres que se sumergen en ella están en algo rotos, desposeídos de algún contacto esencial con la materia, la realidad y la vida. Y es esa ruptura lo que les permite tanta conciencia. Porque toda carencia, todo daño, entraña la posibilidad de un don, si hay suerte, en forma de amor y reconocimiento, aunque este llegue por intrincados y difíciles caminos.
Así se hace el camino de la conciencia. Pero se paga un precio pues la realidad, el universo, es un interlocutor, algo a observar, como si le hablaras de tú. Y llegado ya ese momento en el que te conoces y puedes distinguirte, el exceso de conciencia es como la luz de un foco, que demasiado cerca puede quemarte e impedirte vivir.
Por tanto, la conciencia no es la meta, sino la mitad del camino, para volver desde ella a ser uno con el todo.
Me pregunto si es éste el destino del hombre, su extraña naturaleza: desgajarse del universo para contemplarlo y contemplarse. Y luego, desde esa extrañeza sentir que el dolor, lo existencial y la soledad están señalando a ese uno al que pertenecemos.
Einstein lo expresó a las mil maravillas: “Un ser humano es parte de un todo. Se experimenta a sí mismo, pensamientos y sentimientos; como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de la conciencia. Nuestra tarea consiste en liberarnos de esa prisión ampliando los círculos de compasión para abarcar a todas las criaturas y al conjunto de la naturaleza.”
Qué maravilla, que un consciente como Einstein entendiera que integrada en nuestra espiral de capacidades cognitivas está y debería de manifestarse una segunda espiral de capacidades emocionales. Tras el uno mismo está el otro, pero luego está todo el sistema, del que somos interdependientes.
Como dice Goleman, en Triple Focus, “creemos estar al principio mismo del replanteamiento de nuestras ideas sobre el desarrollo humano de un modo más integrador: cognitivo (lóbulo frontal), emocional (sistema límbico y cerebro mamífero) y espiritual y dinámico (que cabría incrustar en el conjunto del sistema mente-cuerpo más que en circuitos concretos).
Lo que todo esto quiere decir es que somos parte de un todo, que estamos interconectados, y que además poseemos esa inteligencia y es innata aunque languidece como el miembro que no se usa. Y que hay un nuevo planteamiento, una nueva ciencia del comportamiento, que está posibilitando la revolución desde dentro hacia afuera.
Porque la conciencia nos eleva y amplifica, pero luego hemos de bajar para no sólo ser, sino estar, porque si se me permite el juego de palabras, no es posible ser sin estar.
P.D. (para profundizar más): Los psicoanalistas creían, y aún hoy muchos psicoterapeutas, que al poner nombre a lo que pasaba dentro, al identificarlo con la conciencia y darle verbo, aquello que albergábamos dentro se transformaba. Pero eso no ocurre en muchos casos, tal vez en la inmensa mayoría. El “Darse cuenta” gestáltico tampoco parece a mi entender una experiencia suficiente para cambiar.
Es cierto que es esencial sentir la emoción, y lo que nos atrapa o duele. Y que es aún más esencial ese proceso en el que sentimos eso y a la vez nos sentimos sentidos, ósea, que alguien nos acompaña (este es el inmenso valor de la relación terapéutica, ser escuchados con empatía, aceptación y verdadera y genuina calidez emocional). Pero sentir la emoción puede dejarnos inmersos en ella, como un niño enfurruñado que se revuelca en su rabieta. Y salir de ahí requiere un compromiso, un despertar, un tomar perspectiva de ese contacto y ese dolor. Porque somos más que eso, y a vueltas con ello, nos centramos en nosotros mismos y podemos quedar atrapados.
La visión sistémica de la que habla Segel apela a una inteligencia en red, y a que formamos parte de un sistema. Somos uno con el todo, y esa inteligencia se desarrolla y activa con el uso y la intención. Y esa intención no puede reducirse, porque en sí es un síntoma de que algo no va bien. Podemos vernos y sentirnos, pero también salir de ahí. Es más, es la compasión, y la implicación con el mundo, un elemento esencial, para uno, y para el todo del que ese uno forma parte.
La contradicción de esta época que nos ha tocado vivir es que nunca habíamos conocido también estas capacidades, y a la vez, nunca habíamos estado tan confundidos por el ruido, la tecnología y la desconexión dentro de la conexión, mareados entre mil corrientes.