Cuando Diego tenía tres años iba a la ludoteca dos tardes a la semana. Allí dibujaba flores, coloreaba siluetas que acompañaban números, hacía trazos, garabatos. Por eso al salir de casa, en el ascensor, Diego iba con su abanico de folios dibujados, unidos por un hilo grueso de lana, su babi, y una sonrisa exploratoria que hacía arder el mundo.
Era casi siempre en esa salida cuando en el portal coincidíamos con Juan. Juan, de unos 60 años, tal vez menos, regresaba de su propia “ludoteca” y bien él o su mujer portaban otro montón de folios. Folios con acuarelas, dibujos y composiciones que hacía en su centro de día para afectados por Alzheimer.
No sé si era fruto de la sonrisa luminosa de este niño, que irradia vida, o si se debía a que en la mente de Juan el túnel de gusano de su enfermedad lo había ya empezado a trasladar a su infancia, pero lo cierto es que cuando Juan veía a Diego su cara se iluminaba y sonreía también. Así que el hombre de 60 años surgía de su letargo y andar arrastrando los pies y se acercaba al niño de 3, que saltaba los escalones y jugaba con el universo, y le acariciaba la cabeza y se inclinaba y le decía: ¡Diego! ¿Dónde vas? ¿Qué llevas ahí?
Y Diego abría aún más esos ojos oceánicos, esferas armilares para aprehender la vida, y le preguntaba sonriente: ¿tú quién eres?
– Juan, soy Juan Diego, tu vecino. Mira, yo también hago dibujos – y me miraba un momento avergonzado, compungido casi por aquellos folios de colorines en las manos de un técnico tubero de astilleros (prematuramente prejubilado después de 35 años de vida tras la pantalla de soldadura).
Eran sólo unos minutos escasos y luego nosotros salíamos al mundo y Juan retornaba a su andar arrastrando los pies y al ascensor que lo llevaba a su casa. Este ritual se repetía todos los martes y jueves, días de ludoteca. Intercambio de dibujos, saludos, sonrisas, la mirada triste y acuosa en rojo de la mujer de Juan, sorprendida en el inicio de su vejez con esta extraña injusticia de ir convirtiéndose día a día en madre de su marido.
Imagino el Alzheimer como un devorador de neuronas que nos va robando fotos, vídeos, tragándose esas extrañas bolas de color azul o morado que hemos creado con el precioso nácar del tiempo y nuestro desempeño en él: nuestras vivencias. Poco a poco, una vida se va despoblando y sin embargo la estructura y el fondo siguen ahí. Por eso hay momentos de alumbramiento en los que el enfermo surge de entra la oscuridad o la niebla y vuelve a ser él. La hiperconciencia, la intuición humana, es una conexión del árbol que atiende más a su conjunto que a partes concretas. Y cuando en el enfermo se enciende por unos segundos esa intuición puede recobrar a veces su identidad, vuelve a ser él mismo, reaparece. Esto hace a la enfermedad aún más dolorosa, más cruel, haciéndonos sentir un atisbo de esperanza y alegría que se desvanece en poco. Como si la persona aquejada estuviera presa en su propio interior.
Pero la vida también son los otros, y los ciclos en que con esos otros danzamos, no lo olvidemos.
Y el otro de Juan era mi hijo, Diego.
Pasaron los meses, pasó un año, y veíamos casi siempre a Juan, con muy poca variación en lo que suponía ese encuentro que he relatado. Pasó un verano de sombras en el que un día en la compra me encontré con la mujer de Juan, angustiada, exhausta, porque por recortes habían cerrado el centro de día en verano y Juan estaba en casa todo el día, sentado en silencio, quieto.
Al comenzar el curso un día coincidimos abajo Juan, su mujer, Diego y yo. Diego estrenaba sus flamantes cuatro años y medio y un dorado de verano en el que las formas del bebé ya habían desaparecido y se insinuaban las aristas del niño vivo que empieza a medir el mundo y su relación con él.
Diego vio a Juan y una sonrisa se abrió en él. ¡Juan!, ¡qué de tiempo sin verte! ¡Holaaaa!
Juan arrastraba los pies más rato, y en sus ojos gasas y opacidad ocultaban la mirada. Hola, hola, contestó, ¿quién eres tú? Mi corazón cambió su latido y miré a su mujer que me devolvió una mirada comprensiva y a la vez pesarosa.
Pero el otro de Juan era Diego.
¡Juan, yo soy Diego! Tu vecino del quinto. ¿No te acuerdas? Mira, estos son mis dibujos, ¿dónde están los tuyos? Entre los dibujos de Diego y Juan surgieron unas palmeras en las que ambos habían coincidido. Pero cada dibujo pertenecía a diferentes épocas y movimientos artísticos. Era como si Chagall se encontrara con Turner, algo así, que yo no entiendo demasiado de esto.
Pero en estas, viendo los dibujos, los ojos de Juan se fueron avivando intensamente y de pronto se agachó y miró a Diego fijamente.
– ¡Diego! ¡Eres tú! – y volvió a acariciarle la cabeza y a mirarlo sonriente, porque ahora estaba allí, y Diego lo abrazó – ¡Juan qué de tiempo sin verte!
La mujer de Juan y yo nos miramos y ambos teníamos humedecidos los ojos. Nos sonreímos. Por una vez más, Juan y Diego se habían encontrado. Es sólo que ahora Juan venía de demasiado lejos y Diego lo había traído, igual que al principio era Diego quien venía demasiado pronto a saludarlo y era Juan quien lo traía al encuentro.
Porque la vida son ciclos, pero también son los otros, y en esa red vivimos, en tanto que nos recuerdan. Así es, vivimos tanto como somos recordados.
(Esta es una historia real, una vivencia y un descubrimiento al que asistí, de la mano de mi hijo, en su encuentro con Juan.)