Si algo no olvido, en parte lo aprendí en psicología social en parte es conocido de todos, es que el ser humano está en parte inclinado genéticamente (y culturalmente así lo ha construido después) para identificarse con un grupo de iguales que le ofrezcan señas que acaben siendo de pertenencia a algo y por tanto den sentido a su vida. Eso lo significa y por eso, somos tendentes a adscribirnos y ser de un grupo.
En su inicio el grupo formó al hombre y lo ascendió. La fuerza del grupo, su unión, lo aventajó ante otros animales y luego, lo hizo dominar y vencer a otros grupos. En el grupo se desarrollan habilidades y se aprende y crece entre otros que nos alientan en ellas.
Sin embargo el deseo atávico de pertenecer a un grupo es tal que posiblemente sea en él donde residen los mayores males que ha padecido la humanidad. Es en él donde germinan y crecen la radicalidad, el dogmatismo y finalmente la violencia contra el que no es del grupo y sobre todo el que representa al grupo contrario.
La base animal que nos sustenta es “feliz” en un grupo. El capitel del hombre, que es su cultura (en un sentido de amplitud y diversidad a la vez que de Inteligencia emocional e interpersonal) nos permite elevarnos, transgredir. Y no es exclusivo, puedo ser de mi pequeña tribu, pero sentirme enmarcado respecto a otras sin que representen una amenaza.
En el inicio homínido el otro grupo era frecuentemente belicoso, un peligro. Venía a llevarse los recursos propios. Pero ahora ese grupo en la mayoría de los casos no es así, aunque así en un recóndito lugar tendemos a identificarlo.
Barça-Madrid, Andaluces-Catalanes, etc…
Hay culturas que denotan un retraso a este respecto más claro que otras, países con más trecho del camino por hacer. Así le ocurre al nuestro, España, que vive con encarnizada rabia, discusión y a veces violencia su relación con el grupo del otro.
En el actual panorama de pandemia, y en la actual situación de crispación política que viene de antes, creo pertinente señalar esto. Algo básico tal vez, pero necesario. La conclusión es que tu radicalidad (en el sentido de extremismo), es en realidad en el sentido de raíz, una vieja y profunda memoria genética que te retrotrae el mono que hay dentro de todos.
Los grupos que surgen buscan señales y símbolos para que uno pueda identificarse con ellos, se apropian se símbolos comunes (como las banderas, como nuestra bandera) o los rechazan porque representan al otro grupo.
A España y a la civilización le hace falta entenderse con palabras que carecen del colmillo afilado con que se hablan los grupos entre sí cuando dejan vociferar al animal que llevamos dentro.
Os proporciono un primer y provisional listado de esas palabras:
Empatía, respeto, Inteligencia interpersonal, humanismo, progreso, igualdad, alegría, habilidades sociales, silencio, perspectiva, amor, asertividad, humildad, compasión.
Se me ocurre que entre las formas existentes para trascender nuestra manada, hay una que puede unirnos de forma transversal, y es la de crear un grupo nuevo (aunque ya existe, pero no está suficientemente elaborado). Habría de ser un grupo cuya definición mayor y esencial es la apertura y el no admitir no ya sectarismos, sino ni siquiera un lenguaje que excluya y no respete. El nombre de ese grupo es humanidad, nuevo humanismo, algo así podría ser. No tiene un contenido propio sobre muchas ideas porque para eso están los grupos que defienden esas ideas (e: público vs privado, los grupos se abren en polos casi siempre). Su contenido intrínseco es la lucha contra el maniqueísmo, los conceptos oponentes y exclusivistas, la división cerrada.