Escuchar es una tarea que requiere concentración y esfuerzo. Si hablamos somos protagonistas y decimos lo que nos interesa, lo que nos satisface. Sin embargo, al escuchar nos llegan mensajes que coinciden con los nuestros, pero muchos otros que no, que desconocemos o desafían nuestras formas de pensar.
La diferencia en dificultad entre escuchar y hablar tiene base científica. Si bien tenemos la capacidad de pensar a un ritmo de entre 350 y 700 palabras por minuto, nuestra capacidad de procesamiento de mensajes hablados no llega a las 150 palabras. En la diferencia que hay entre ambas es donde, si no somos capaces de aplicar una escucha activa, se introducen pensamientos accesorios o propios, a lo que nos están hablando.
Facilitamos la escucha activa cuando nos predisponemos psicológicamente a escuchar, cuando observamos a quien escuchamos, y cuando se le expresa al hablante (de forma verbal con apoyos o palabras sueltas – aha, sí, ya veo, de verdad?, Y? – o bien con el lenguaje no verbal.
Dificultamos esa escucha cuando prejuzgamos a la primera palabra (o antes!), cuando nos distraemos (hay que activar con preguntas o posturas ese decaimiento de atención), cuando interrumpimos, juzgamos los que nos están diciendo, rechazamos o minimizamos lo que nos dicen (eso no es nada, no tienes que preocuparte), nos ponemos a contar nuestra historia, contraargumentamos, vamos de experto.
Es esencial la empatía; pero algunos elementos a considerar para mejorar nuestra escucha activa podrían ser estos: parafrasear con lo que nos hablan, hacer refuerzos o apoyos positivos a lo que nos dicen, resumimos lo oído, minimizamos nuestras respuestas, damos espacio al silencio (esencial para propiciar y permitir que la persona complete su mensaje, que a menudo va creando sobre la marcha).
En la pirámide de abajo vemos una gradación curiosa de qué pasa cuando nos comunicamos. Es algo que afecta al hablante, pero también al que oye, y que entre ambos pueden construir y mejorar.
